martes, 5 de mayo de 2009

CAPITULO 2

¿Quién podría decirme qué tan tarde es?

¿Tú, peregrino incansable de pasos acompasados? Y yo solo escucho: Tic, tac, tic, tac. Y le grito de nuevo desafiante: ¿Qué calcan mis huellas asfixiadas bajos el peso de mi cuerpo del deseo? ¿Dónde mis pies cuarteados como rostro que, dibujado por el mapa de los días aciagos, marcados con sangre, sudor y lágrimas carcome la expresión de mi cansada esperanza? Tic, tac, tic, tac. ¡respóndeme! ¿eres tú el esclavo de la rutina, de los malos días, de la noche hundida en dos palmos, con una división extrema como esa línea transversal que separa un par de nalgas apetecible, que regocijan al bailar, la mirada de una enorme orquesta callejera con su andar; con su desencanto y sus intenciones de tocar; con la fuerza en que dos manos palpan las teclas de un piano; pero, llevadas a la desgracia, terminan como siempre en un solo de trompeta que canta? tic, tac, tic, tac ... una vez más. Entonces ¿eres tú? Sopesando y soportando todos los momentos colgados de tus hombros. Como un indígena que mira desconsolado la majestuosidad de la sierra que lo reta y le dice: “ No vas a poder wey”. El, cansado, pero seguro que si tuviera que bajar la carga la perdería para siempre en el abismo de la nada, en la garganta de esa sierra que devora todas las energías, los sentimientos y todas las miradas hacía lo alto, y entonces, su esposa y dos hijos vestidos de miseria, con un estrepitoso resonar de tripas le reclamarían: ¿ A dónde te llevaste mi tiempo? ¿ a dónde fuiste con el único momento en que fui feliz? ¿ a dónde te fuiste con el último instante en que lo pude haber visto? ¿ a dónde llevaste ese segundo en que realmente conocí el amor? ¡Dónde! Tic, tac, tic, tac, solo respondes y canta la condena de los pasos sin parar, con una expresión hambrienta y llena de espinas, que cual fiero arado recorre incrustado en la tierra , momento a momento, paso a paso, tic, tac, tic, tac, marcan la expresión que ahora, todos ... llevamos, de la cabeza a los pies.

Las horas fueron las que me enseñaron a desenfundar la espada. las horas la encendieron del mango brioso hasta la punta esbelta, le dieron el filo suficiente para hacerse uno con el viento y silbar de jubilo, encontró su hogar en el aire que respiro, llevándolo a mis pulmones en producto oscuro de la combustión que lograban a prenderse toda y esperar al enemigo. Uno, era yo con esa espada. Al amparo de las horas, en practicas eternas, con la guardia alta, la vista fija, la pierna izquierda de frente, liviana y saltarina, mientras que la derecha dura y tensa lista para avanzar y apoyar el golpe; y de pronto, erguirse en recta para sostener sola todo el cuerpo en una intentona sorpresiva de mi zurda armada con el espolón que llevan mis botas directo a la costilla demoniaca.

Calculo la distancia a la que fluye mi enemigo con mi brazo del mismo largo de mi espada, y que en lucha, se multiplican por dos. Estiro mi brazo izquierdo con la daga de piedad y acierto el impacto con la derecha. Siempre calculo el primer golpe para que choquen las flamas y tintinen como cristal. Lo necesito. Es como saludar cortésmente al enemigo. Sentir su fuerza, su habilidad, el odio que despierto a su mirada. Quiero sentir que es mi amante, que después de un cortejo lleno de indirectas y gestos, llenos de farsa, que parecen espontáneos; pero que son de lo más ensayados, la llevo a mi cama desnudándola en el trayecto, viendo como cae la correa que lleva su espada, como cual si fuera un animal dormido. Su túnica blanca yace en el suelo y su prenda más secreta cae cual telón de inicio, dejando mi boca abierta como si estuviera a punto de saborear la voluptuosidad que se ocultaba ante mis ojos desviados. la postro en una nube. Acaricio sus hombros y besos su cuello para que sus alas se relajen y queden en apacible verticalidad. Me dispongo a hacerla mía ... y suenan de nuevo los aceros incendiados, tal como a mi amante, voy a penetrarla y dejar mi espada expuesta al otro lado de su cuerpo. No hay tal diferencia entre amar y odiar, no la hay, poco importa cuan suave o áspero sea el encuentro, siempre te tienes que desnudar para poseer, no puedes amar ni matar cubierto por una túnica por más tenue que esta sea. Llegas desnudo a amor y a la muerte. Solo con tu espada, que a veces descansa sobre tu pecho sostenida por tus manos, y otras veces, cuelga entre tus piernas tan muerta como lo estás tú.

Así que, como dijo mi abuela y dijo bien: “ Cuando el peso es demasiado, es más fácil seguir andando que bajar la carga” ¿cierto? Bueno, la razón, en mi abuela, no era su fuerte, ella era completo corazón y no sabía nada de espadas, más que del machete de mi abuelo, que tuvo el suficiente filo de hacerle quince heridas que la hicieron sangrar toda su vida.

Y el acusado se defiende. Desenfunda sin dejar de entonar su rutinario canto. Tic, tac, tic, tac:¡No lo sé! No me interrogues con esas preguntas que me laceran la frente como látigo ardiente, dotado de mil dientes que se me encajan, uno a uno, en mi pecho, en mis muslos, en mis brazos, en todo lo que soy y, que tal vez, no dejaré de ser ¡Qué no ves que me dañas! ¡qué no ves que me matas! Tic, tac, tic, tac ... y yo. No hecho nada (como es mi costumbre) yo no soy el dueño de las horas, no me pertenecen. No conozco el río en que, a contracorriente nadan para llegar a la muerte. Tic, tac, tic, tac . Yo solo las cargo, las alimento. Les doy descanso y una canción de cuna para que se duerman en mi regazo, pero no me pertenecen; yo no te puedo regalar un instante de vida, un instante de muerte, de felicidad o de amargura. Yo solo soy la nana, la madre es ... la canción del tic, tac reventó de pronto en el más cruel de los llantos, en el más pertinaz de los solos de trompeta. Aun más devastador que mi espada que contra un viento que marca el final de la odisea apagaba sus llamas y volvía, dejando a un lado las penumbras y sonó mi voz ya muy lejos ... muy, muy lejos.

Pues, si eres la nana de ese niño que llora con ese agudo timbre de gato en celo ¡hazlo callar!

¡Cállate ya maldito despertador! Gritó mi inconsciente poco menos huevón que mi consciente y de un instintivo golpe quedó fuera de combate. Solo rodé al otro lado de la cama sintiéndome mimoso y chiqueado. Encogí mi cuerpo por completo y lo apunté en dirección y posición en que el paraíso queda más cerca. Aspiré profundamente a fin de lanzar una tremenda demanda de amor cristalizada en un teta redonda y caliente que pudiera mamar ¡hay no mames! Gritó mi consciente al darse cuenta del des-madre tremendo que traía mi inconsciente.

Poco a poco fui abriendo los ojos, cosa que no conseguí completamente hasta el tercer intento, y solo fue para lograr un contacto visual con la grabadora que estaba a poco centímetros de mi mano; pero, mi inconsciente, en pleno afán de venganza impedía que atinara a golpear el “play” dando madrazo tras madrazo en el buró. Al sentir la fuerza del enemigo, me llevé la mano a la cintura aún buscando mi espada, pero ya no estaba ahí, había sido desarmado sin darme la menor cuenta, ahora solo tenía mi brazo minimizado a uno y sin multiplicación alguna. De nuevo, me armé de valor y me lancé a un tercer intento en el que logré propinarle un certero chingadazo a la gabacha y así, la música me encendió.

Como frotar la lámpara mágica, de la misma forma apareció un genio. El mío me concedió tres deseos que al llegar el alba se esfumaron como un nube que se pinta y se despinta, viendo como aparece apenas el redondo rostro del sol: vivir en los sesentas, meterme toda clase de ácidos y ser negro.

De la nada: Jimi Hendrix. Vestido de colores brillantes y una chaqueta que le bajó la mismísimo General Coster (ya que de sus venas corría sangre india de la más chida) con una guitarra Fender Stratocaster blanca derecha volteada de forma y cuerdas para que la pudiera empuñar un zurdo, en medio de una neblina morada (sin saber si vas hacia arriba o hacia abajo) conectada por un pequeño cordón umbilical redondo a un cielo de amplificadores Marshall Plexi, victima inminente de los “stratocastersazos” que se preparaba a propinarle el master Jimi cuando más prendido estaba (la guitarra de fuego, él, de adrenalina y ácidos) pintados por cascadas sonoras de wha-wha y Univibe (cortesía de Roger Mayer) contando con toda la experiencia (producido por Eddie Kramer).

¡Cámara! No sé por qué Hendrix me recuerda a San Martín de Porres, el famoso “Fray escobas”. Que tantas veces vi personificado en ese grandioso actor que fue René Muñoz, a pesar de ser tan chafa para escribir telenovelas, poniendo cara se santo de pueblo y con lágrimas de cocodrilo se rifaba, lo miraba en la tele de niño, pero lo malo ( o más bien perverso) era cuando mi abuela me llevaba a la iglesia a fuerza y me hacía hincar junto a ella para rezarle al santo de color serio; que según, era muy poderoso en eso de hacer milagros. Yo, por el trajecito que traía solo esperaba que sacara el sable láser, ya que también me recordaba, al no menos maestro: Obi-Wan Kenobi.

Entre dichos milagros que pedía mi abuela, estaban, desde quitarle lo bilioso a mi abuelo, hasta que mis tíos dejarán de tomar. Cualquiera de los dos milagros que se hubieran cumplido sería digno de hacerle un templo más allá del cerro del Tepeyac ¡qué Juan Diego ni que la chingada! Yo también le pedía el mío a Fray Zamorita, pero al igual que los de mi abuela, no se me cumplió (mi abuelo murió de la bilis y mis tíos de la cirrosis) Jamás podré tocar la guitarra como el master Hendrix ... de hecho, nadie podrá.

Me di un buen estirón que hizo que me dolieran las costillas. Miré el reloj y pensé en salir al parque con la patineta de mi hermana. Por más que intentaba hacerle al Michael J. Fox, sintiéndome Martín de “Back to the future” (tocando la guitarra y andando en patineta ¡chale! Los modelos tan pendejos que agarras por falta de una buena imagen paterna) lo único que había logrado es darme unos chingadazos de los chidos en ella, así que opté por embarrarme en la banqueta a las ocho de la mañana sin testigo alguno, a excepción de perros callejeros y corredores panzones al borde del ataque cardiaco.

Me levanté más rápido que en chinga, entré sigilosamente al cuarto de mi hermana, maldiciendo, no solo su sueño de osos pardo invernando, con unos ronquidos que nada le envidiaban a los rugidos de mismísimo rey de jungla, sino también, el ser la princesita más pequeña en ese reino donde el fuero matriarcal rifa. Pero ahí estaba, me agaché por ella justo cuando “la nenita” explotó en ronquidos, el cual parecía el preludio de la más fiera batalla vikinga anunciada por el sonar de un cuerno (y no precisamente de chivo pegado a pared) y dio varias vueltas en la cama de lo más femenina con una charquito de baba que corría de su boquita floreada hasta la fineza de su almohada. Me quedé inmóvil, me recargué sobre la pared pegándome (sin el chivo) lo más que pude a ella, una gota delatora de sudor corrió desde mi rostro hinchado hasta mi playera apestosa. Volvió a roncar y yo ni siquiera respiré. Si ella me encontraba ahí ... lo más seguro es que no lo contaría. Se quedó de nuevo quieta, tomé la patineta y me levanté para darme en la cabeza con la bicicleta que tenía colgada ¡santo madrazo Batman enmascarado de plata! Ese golpe lo tengo bien merecido por pinche envidioso, pero con él, logré responder la pregunta inicial:

¡Tarde, muy tarde! No recordaba que hoy comenzaban las clases en la universidad, en la que yo, era miembro honorario y becado. Faltaban veinte minutos para iniciar la primerassi y yo jugándole al Sport Billy. Salí del cuarto tan sigiloso como entré en una tremenda combinación pecho-tierra, hurtadillas y vueltas de carro que le debo a mi entrenamiento de boina verde.

Entre al baño en completo relajamiento conmigo mismo. Abrí la llave del agua caliente y dejé que el vapor me cubriera por entero, poco a poco vi como las gotas de agua convertidas en vapor fue borrando mi imagen del espejo dejando una silueta muy tenue. Junté mis manos muy por lo bajo, las apreté con fuerza y las fui subiendo lentamente. Cerré los ojos al sentir un alivio en mis espalda como si “eso” se liberara de pronto. “Eso” que se estiraba igual que mis brazos con enorme gozo. Me acerqué al espejo para ver que era “eso” que me bromeaba a mis espaldas, éste seguía cubierto por el vapor del agua hirviente. Con el miedo a cuestas acerque mi mano para limpiar el espejo, lo hice un poco y descubrí algo muy blanco detrás de mi. Un terror helado recorrió mi cuerpo y voltee en el acto, para descubrirlo, pero nada había, ni en mi espalda, ni en la pared, ni en la puerta. Estaba solo, solo yo con esa duda que de pronto, se va convirtiendo en la eterna compañera, decidí que lo mejor era entrar en el agua y esperar que ésta calmara mis nervios.

Después de un baño de avión (las alitas y el motor) busqué la ropa adecuada para tan memorable ocasión. El renacer del conocimiento que me llevaría a esperar la mejor cara del futuro. Tenía que ser sport, sencilla, pero a su vez elegante y bien combinada, algo así como mezclilla, playera blanca y tenis (el uniforme del Guacarock) no fue difícil encontrarlo dado que es prácticamente lo único que tengo en mi averiado closet.

Pero el destino me tenía preparada una jugarreta. Esos tenis que se antojaban tan blancos como mi alucinación, me gritaban lo completos que pertenecían a este mundo con una buena dotación de polvo y mugre de lo más terrenal. Estaban asquerosos. Así que, tuve que usar uno de mis mejores trucos que si alguno de los individuos con quien compartía la casa se hubieran dado cuenta de mis pervertidas acciones, hubiera sido víctima de la más terrible represión, en fin qué, recordando las sabías palabras de mi madre:

“Parece que traes esos tenis pegados, nunca te los quitas, por lo menos métete a bañar con ellos que no ves que están bien mugrosos”

Sin reflexionar más el tema, mojé una toalla (niños no lo intenten en sus casas) y con ella froté con fuerza mi calzado deportivo que nunca pisaron una cancha deportiva, en unos cuantos segundos quedaron relucientes, solo había un pequeño problema que no noté hasta que me los puse: se me pasó el tueste y ¡estaban bien mojados! Así que solo por no ofenderme a mi mismo con un sonoro y bien merecido ¡Gabriel, no eres más que un pobre pendejo! Me los amarré viendo como despedían agua como si fueran fuetes descompuestas, entonces, quedó más que salir en busca de mi desayuno.

El yougurt Alpura es Dios. No solo por la espesa capa que se encuentra justo cuando lo abres y te permite dos opciones: la primera; es darle una buena pasada con la lengua a esa deliciosa leche cortada que se queda en los lados superiores del envase y tapa de aluminio que es aun más espesa que el mismo yougurt, con esto, además de lograr saciar tus reprimidos deseos masoquistas, dado que, regularmente te cortas la lengua en tan grata misión (si, aun Dios se equivoca) ya que el envase no está diseñado para este tipo de perversiones.

La segunda es la más aburrida, pero la más segura de las posibilidades: puedes bajar la espesa leche cortada y revolverla con el resto del yougurt, esperando que, el hecho de llevar la parte especial a la masa total pueda mejorarla por completo, o tal vez, mirar en este par de alternativas que tan viejo te estás volviendo.

Y si bien la naranjada Bonafina no es Dios (dado que Niezsche fue el último politeísta) si tiene un lugar preponderante en el cielo. Su consistencia es ... media. Lo bastante dulce como para empalagarte pero no lo suficiente como para dejarte la boca pegostiosa, y esto, es muy importante.

Al cruzar la cocina noté el claro rastro que dejaban mis huellas sobre el suelo. Imaginé que si yo estuviera perdido en los acertijos del mítico laberinto tendría que andar con cuidado, con mis cinco sentidos bien abiertos, caminando de puntillas con la mano sobre el pomo de la espada. En esas circunstancias la vista me valdría de poco ya que frente a mi solo había una serie de muros pelones, uno exactamente igual al otro, así que debía afilar, tanto o más que mi espada, mi olfato y mi oído. Para oler su pelambre cubierto de sudor amargo o escuchar el remilgar de su difícil respiración, muy cerca, el Minotauro, ese mitad toro y mitad vaca, me podría encontrar de volada con solo paladear en su lengua el perfume de mi miedo o compasar su oído con el fuerte latir de mi corazón. Ahí, solo con mis instintos asesinos ... seguía, aun, en desventaja frente a la bestia, tan solo se me lanzaría y trataría de enfundarme uno de sus pitones justo entre la panza y la barriga, dando fin a mi precaria existencia. Pero, gracias a Dios, y no precisamente al yougurt Alpura, ése solo es mito ... pero, el maestro Aguerrido lo dijo una vez : los mitos, regularmente, no tiene nada de fantásticos.

Mamá – gritó con fuerza mi hermana – Gabriel dejó todo el piso bien mojado y ahora tengo los pies bien mojados (los pleonasmos le valen madre) pinche escuincla delatora, bajó la cabeza y rascó tres veces el suelo con su pezuña afilada, resoplo con fuerza y se me fue encima sin compasión alguna, yo, tome ventaja de su impulso y de un preciso salto hacia el burladero, quedé fuera de peligro, lástima que por su culpa tuve que salir de la cocina sin tragar nada, quedando sin la protección de los Dioses, con la baba en rebanadas de tanto pensar en deidades. Así, seguro en mi cuarto con un hoyo en el estomago, además del perpetuo en el pecho, y escuchando las quejas de mi hermana a mi pobre y adormilada madre, pensé:

Ahora la lista de útiles al morralito del paracaidista israelí que encontré en el mercado de la Lagunilla: cuaderno tabique doscientas hojas profesionales, todo en uno, rallas, cuadro chico, de cuadro grande, hojas blancas para dibujar y hasta unos pinches folders tenía para seguir almacenando postales gratuitas de esas que hay en todos lo cafés de la colonia Condesa. “mi cuatrero” era multidisciplinario, multidinámico y multimamila. Estaba lleno de psicopatologías, de análisis de caso, de fisiología, de neurología, de tests psicológicos ... de poesía, de dibujos de puerquitos, imágenes espaciales y lunas catatónicas a punto de explotar echas con puntos ( esas que desarrollaba en esas clases fatídicas de psicología industrial) y canciones a medio tararear, riffs de guitarras incomprensibles: en ritmo de 7/8 compasado y con “harto sentimiento” TA TA ... RATATA ... TA ... TATA, el nombre del riff: “ Capulina con el culo incendiado”.

Después. Dos plumas una negra y una azul, muy elegante ¿no? es justo decir que nunca encontraba ni la negra ni la azul, así que mejor aviento dos lápices que andaba rodando por la recamara. El lápiz a pesar de su antigüedad tiene su encanto. Es como llevar algo de la naturaleza dentro de tu bolsillo, además de lo mucho que se apetece morderlo, sacarle punta con los dientes, es un “cuchillito de palo” puedes picarle las nalgas a tu compañero sin demasiado peligro a que le duela tanto que se voltee directamente a darte en tu madre ¡Ah, mi lápiz!

Además, un pequeño walk man color negro que me regalaron mis alumnos de la preparatoria abierta donde daba clases para validar mi servicio social, por la celebración del día del maestro. Esta fue la primera vez que recibí algo de todas las manzanas que había regalado en la primaria, de todas las tortas por las que me habían mandado en las secundaria y por todos los pomos con los que soborné a mis profes de ciencias exactas en la preparatoria. En su interior del Walk man, como embarazado, llevando de producto a un feto infernal el sensacional cassete “Badmotorfinger” de Soundgarden que me traía estupefacto y “estupifacto”. Los ritmos de Matt Camerón. Yo medio imbecil para el tiempo me perdía como una monja en una mezquita cuando me sentaba con los audífonos puestos y trataba de seguir al maestro, para nada ... no podía, eran nudos los que hacía dentro de su pequeño set de tambores. Benjamín Hunter Shepherd, con su bajo Fender Precision que casi arrastraba por el piso de tan bajo que lo tocaba, moviéndose como si de pronto, por un haz de luz divino un paralítico recobrara su andar y se levantara de un impulso sin saber bien como usar sus extremidades tanto tiempo atrofiadas. Kim Thayil, un filosofo hindú que tomó una guitarra en plena explosión punk, y, sin el menor reparo en la técnica lograba poderosos riff inimaginables con su Guild SG conectado a una pared de amplis Peavys de transistores, si, auque nadie lo crea, transistores y sonaba: como una aplanadora que anda a toda velocidad encima de miles de tubos pbc. La garganta de Cornell, sin muchas palabras, la creadora de las más agridulces pesadillas.

Sin duda, más que suficiente, pero bueno, no hay que escatimar, uno no tiene la vida comprada, así que también traigo: 88 Elmira St. de Danny Gatton, tremendo maestro de la guitarra norteamericana, que en la cascada que sonidos que producen sus dedos sobre el mastil de Fender Telecaster arreglada y “Customizada” se amalgamaban desde country, redneck, y ritmos tribales hasta jazz, be bop y blues, bueno el maestro hasta se da el lujo de dejarse tirar el tema de “ The Simson” más gringo, me cae que no se puede.

Entró también al morralito verde, mi libro de reciente adquisición: “Diana, o la cazadora Solitaria” del maestro Carlos Fuentes. Llevaba poco tiempo de confrontarme con el autor, fue, para variar, un viernes de cinco a siete en el seminario de fin de análisis al que asisto religiosamente (cualquier interpretación esta plenamente justificada). Esa tarde era hermosa, el sol miraba su brillo en cada uno de los parabrisas de los autos. Mis pasos emocionados en busca de ese saber que se resbalaba por mi boca como el más preciado y dulce néctar, era ya un adicto a él. Yo, como de costumbre llegué un poco retrasado, mi sorpresa fue mayúscula cuando la más hermosa de mis compañeras, una mujer heroicamente sensible que dibujaba en su rostro una dulce media madurez ( y me miró de esa forma ... de esa maldita forma con que te mira una mujer mayor, con ese instinto maternal que me encanta).

Esa mujer inteligente, que a su paso – con su voz – sembraba luces de pasión – su piel dorada por el sol – despojando el deseo de cualquier ocupación – sus piernas en acción.

Las enseñanzas de don Carlos, en su boca eran árboles frutales, ventisca en cascada, luna por nubes acompañada. Sus palabras eran mías, de Fuentes, de mi compañera y de nadie más, en un simbólico triangulo amoroso ( y yo, como cualquier amoroso ... tuve que callar).

Ese era mi equipo, un equipo de supervivencia como para ir a una isla desierta o a una universidad de paga productora total de seres cortados por la misma tijera.

Al salir, me cubrí de esa mañana fría, melancólica, con un tono grisáceo propio del invierno que reinaba. Se podía mirar las gotas de rocío en el pasto cuando me caí en pleno camellón correteando el camión de la Ruta 100 (no me quedé con las ganas del chingadazo y hasta en público) a pesar de que el golpe no fue muy fuerte si lo suficiente para que “me dolieda mi odguyo” (como dijo Guille) y traer las rodillas mojadas todo el día (pies mojados, rodillas mojadas, por orden ascendente solo me faltaba mearme).

Por fin, tomé el pinche camión que por casualidad conducía una de las pocas choferes en el transporte de D.F.; pero que mentaba la madre con ese instinto maternal que me encanta. Saqué mi libro y entre mis manos recordé las palabras del maestro Fuentes en los delgados y coloridos labios de mi compañera: “La mujer es devoradora del tiempo del hombre”.

Intuyendo que lo más preciado que tenemos los hombres para realizar el trueque son solo efímeros momentos, que si bien pasajeros, también de huella eterna. O ¿sería la mejor carnada que tenemos para atraparlas? Sería pues ¿el tiempo, el falo que buscan poseer las mujeres como un cetro con el que pudieran seguir su loca carrera por el poder total? O, el falo, se constituye de todos esos momentos, ¿Es tan solo una representación de poder que va forjando el tiempo? Chale, no lo sé ¡qué novedad! Yo solo sé, que no he cenado ... ni desayunado.

Al llegar a la universidad, el típico mosaico multicolor declarando lo que te esperaría si pretendieras dejar tu futuro en esas manos. Algunos puestos ambulantes para abastecerte de dulces y cigarros sueltos (todos son ricos ejecutivos juniors, ah chingao, pero como se vende los cigarros sueltos) doña Amparo y sus yougurts tremendos (la ruca por cinco varos te dejaba bien nutrido para el tedio de la educación super-pior )

Verdes jardineras que servían como bancas para que nenas bellas se sentaran a enseñar casualmente sus torneadas piernas y gallardos caballeros recargaran sus pies dejando escapar sonoras risas fingidas, todos con sus mejores galas acumuladas en dos meses de ocio vacacional intersemestral, recordando aquel tan viejo y sabio refrán familiar lleno de paternalidad: la primera impresión es la cuenta.

Apagué mi walk man en pleno “Outshined” la canción menos compleja de todo el disquito del Soundgarden que sonaba fresa junto a las demás y busqué mi credencial para entrar, en ésa, que luces la más hipócrita de tus sonrisas y te vuelves uno con le fotógrafo para delinear el más profundo de tus engaños en nombre de tu futuro.

Como ese primer día los pseudo policías se toman muy a pecho su trabajo, además de desquitarse de esos niños ricos como revancha de que ellos no nacieron cómodos, por eso y por muchas cosas más (como cantaba Julio Iglesias) era un hecho que no me iban a dejar entrar ni a madrazo limpio, pensé en esa frase del inmortal “ Palillo” cuando lo agandallaba un policía: si los dos somos pueblo ( era claro que yo no era ningún ejecutivo junior, lo denotaba mi cara de paisano y mi uniforme del guacarock)

Pero no cesé en mi lucha por encontrar la pinche credencial. La busqué en la bolsa de mi panto, en el morral agujereado de balas sauditas, en la bolsa ultra-secreta de mi chamarra de cuero de bisonte (como la del capitán Alatriste) ¡chale! ¿dónde carajos la dejé? Si la traía aquí, no cabe duda que estoy bien ... bien ... viendo un ángel, el paraíso perdido por buscarlo (como dijo Alberti) ... el Santo Grial.

Cabello castaño claro con un moñito como el continente que separa dos océanos. Un delicado fleco a la altura de sus cejas, rodeado por los bordes que, como una cascada parecían dar paso a una menuda nariz por la que resbalaba un desfile de brillos que marcaban sus ligeras curvas para llegar de pronto, a su boca finamente contorneada cual mármol que se decora por un “buenos días” heroico, imparable, dulcemente rimado. Así, la perfecta limítrofe final lo daba su barbilla, una dulce sinfonía.

Y hago un punto y aparte para: Sus ojos. Sus hermosos ojos tristes y sombríos que me pidieron desde el primer momento y sin mirarme que les contara una historia inconclusa para dormir y soñar, y volverse a despertar ... y así, una y otra vez, de goce se puedan llenar. Pero no ocurrió nada. Lo menos que necesitaban esos ojos eran goce en su mirar; sin embargo, las seguí para encontrar su historia, esa historia inconclusa ... nunca supe como entré a la universidad ese día. Nunca.

A prudente distancia, pero muy de cerca. Fui tras ella sin saber exactamente para qué ¿ le iba a hablar? No, soy demasiado cobarde e inseguro ... ¿entonces? Bueno, me queda de camino me dije a mi mismo, pero mi mismo me contestó que no mamara cuando pasamos tres veces por la cafetería, y ahí fue cuando sospeché que era nueva y que no encontraba su salón. Nada más fácil. Solo tenía que alcanzarla y decirle: disculpa ... ¿ qué salón estás buscando?

Apreté el paso orgulloso de mi acertado discurso y justo tres pasos detrás de ella, se detuvo de pronto. Estuve a punto de que el primer contacto con ella fuera arrollarla, chale, giré desesperadamente sobre mi propio eje en una rápida maniobra digna de los mismísimos tigres voladores o el hijo del Santo, caminé a paso redoblado hasta sentirme seguro detrás del muro, miré con el mayor de los cuidados para asegurarme que no se había dado cuenta de nada y continué con la persecución.

Como si por causa de mi acercamiento involuntario se le hubiera aclarado la memoria giró el pasillo y entró certeramente a un salón, yo, cauteloso me asomé y chin ...

Gabriel ¿cómo estás, me andabas buscando?

Era un maestrazo que me había dejado ir toda su sapiencia en semestres anteriores, y ese, si que era un personajazo. Teníamos una comunicación muy estrecha por la sencilla razón de que en pedagogía son pocos los alumnos y también pocos los maestros, así que, nos entendíamos de maravilla en esta isla de los hombres solos. Él era todo un pedagogo de izquierda con la vestimenta clásica del que dice: no me fijo en que me pongo, tengo cosas más importantes en que ocuparme y preocuparme, aun quedan tantos libros que leer, aun quedan tantas botellas que probar, tantas mujeres que besar que, qué demonios me importa a mi lucir a la moda. Chale, tremenda falacia ... al final, la peor pose es la antipose . El, era presa de todas, ya que en pedagogía son muchas las alumnas y también las maestras, que veían en estos gestos de insurrección roja y machista un enemigo enorme para el templo del matriarcado que ellas defendían. Y la cúspide de todos sus pecados: tenía acento de intelectual de Coyoacán en plena ciudad Satélite ... imperdonable. Todavía toleraban más mi “tonito Totonaca como panchito de la Villa de Guadalupe” que su sureña forma de decir: ¿Te caé?

- Bien, gracias profe, aquí comenzando el curso con todo animo de llenarme de saber ... sin que alguien me llegue a dar muerte por saber demasiado.

El me miró con cuidado analizando mis palabras, desconfiaba de mí ya que dado mi “navegar con bandera de pendejo”, cosa que no me costaba ningún trabajo, no me hacía competir por la picota en que él estaba ensartado por todo ese club de amazonas. Me sentí incomodo por la forma en que él, no dejaba de mirarme en su rostro reflejaba una duda: qué querían decir mis palabras; para ser chiste era muy malo y para ser discurso era muy chafa, entonces ¿qué me quiso decir este tipo con pinta de leñador?

- ¿A dónde piensas llegar con ese humor negro? Replicó como única defensa.

- Sabe profe, como dijo Martín Luther King: hoy tuve un sueño ...

Me interrumpí y guardé silencio cuando sentí que me había liberado del yugo de su mirada. Yo, de lo más nervioso busqué entre todas las alumnas a esa que me había permitido volar sin siquiera volver la vista atrás, o hacia abajo ...

- Por qué no entra – me dijo el personajazo- quería comentarle ...

Afiné aun más la mirada para buscarla y la localicé justo frente al escritorio, con su mini cuaderno forma italiana cincuenta hojas lista para tomar clase. La sorpresa fue mayúscula:
Pedagoga, con lo que me gustan las pedagogas. El maestrazo me decía no sé cuantas cosas de Makarenko y su “ pobreza pedalógica” así que puse un poco de atención para, por lo menos contestarle y tener el tiempo suficiente para acercarme junto a él al escritorio y estar aun más cerca de esa mujer. Ella seguía perdida en la contemplación de su mini cuaderno, y al estar lo suficientemente cerca disparé:

- Si profesor, me interesa principalmente las conferencias que el camarada dio en relación a una educación a partir de los conceptos de la revolución, más que sus pobres dotes narrativos – hay, no mames – (el inconsciente seguía haciendo de las suyas).

Fue cuando me di cuenta de que haber estudiado tres años de pedagogía habían servido de algo. Ella me estaba mirando, y yo, me quedé inmóvil. Nos miramos de la manera más profunda en que dos extraños son capaces de mirarse por primera vez. Como si ésta fuera la última tabla raza que pende, en una de sus orilla del barco, y la otra, flota en el aire, donde dos piernas presas, se disponen a caer al no saber volar y, al estirar las manos para recibir a la muerte encontraran otras manos en lo más oscuro de la noche. En medio del abismo; en lo más profundo del mar. A ella, yo la encontré sin buscarla, tan solo tuve que seguirla. Fue justo cuando ella bajo la mirada y me rompió la madre, ella también me buscaba, ella me había encontrado y tampoco sabía bien como había sido.

Sin poder decir o hacer nada más, miré a maestrazo que en mi expresión entendió que algo había cambiando mi vida. Que ahora, por fin había encontrado eso que movilizaba mi humor negro y él solamente miró a la compañera y me despidió con una sonrisa, no de alegría por mi hallazgo, si no de burla, de mofa por saber todo lo que me estaba esperando para achatar la punta afilada de mi humor tétrico y tántrico. Cerré la puerta y me recargué en el pasillo, encendí un cigarro suelto, me puse mis audífono y apreté el “play” para continuar “ Rusty cage” , abrí el libro de Fuentes y me dispuse a esperarla. Obsequiándole mi tiempo para que empezara a devorarlo.

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