martes, 5 de mayo de 2009

CAPITULO 6

Fue una tarde de verano y casi por compromiso, se apagaron lo semáforos y se encendieron los gritos, en este mi México Distrito Federal. Mi ciudad, mi ciudad desnuda, mi ciudad sucia y pulcra, dependiendo del lado que se le mire. Como si fuera un bebé; como si fuera una herradura que vuela tratando de encallar en el clavo y desde ahí emanar la mejor suerte para el que la haya lanzado, mi ciudad ... mi ciudad:

Si yo por ti me hiciera a la mar, buscando la brisa para encontrar en otras tierras la oportunidad de un nuevo destino, de un nuevo hogar. Guardaría en un morral los años vividos en este lugar, lo cruzaría a mi hombro sin poderlo dejar, porque, en él llevo a mi ciudad. Es difícil poder pensar en otro horizonte que pueda enmarcar, el llanto de un niño, el calor de un hogar ... sino ésta. En mi ciudad. Con mil leyendas y mil tradiciones, con ojos morenos que inspiran canciones, que vayan mas allá de mi ciudad. Y si por fin decidiera partir, abrir las velas para descubrir en otras nubes que viene y van, el roce perpetuo de mis playas y mar. Y al saber por fin quien soy, me voy tatuado con la inscripción ... amo a mi cuidad, amo a mi cuidad. De mil leyendas de mil tradiciones de ojos morenos que inspiran canciones que vuelen más allá, hasta mi cuidad. México fiel a si mismo, ciudad de palacios que habitan mendigos, mudo testigo ... del mestizaje del hombre creativo. Esta es mi cuidad de cagada: Distrito Federal.

Aquí. En una de las ciudades más grandes del mundo, me encontraba sólo, trabando amistad con un libro del maestro Carlos Fuentes, surcaba las páginas como si fuera una saeta, veía como se consumía el libro como si fuera un excelso banquete que no quieres que termine nunca, en él, había toda clase de manjares a la disposición de mis ideas que me recorrían los huesos en un abrir y cerrar de ojos.

Estando en plena lozanía de mis ímpetus juveniles y presto a recorre nuevas historias y parajes, en esta misión, las palabras del maestro Fuentes, eran tal cual, fuentes de inspiración y una guía roji de atajos en esta vuelta a casa del que no esta seguro de quererse ir a ningún lado. Soñaba con ser como él, con tener su enorme lucidez, poseer en mis manos el mundo, con amar un poco y lograr que me amaran hasta la muerte, ser grande, muy grande. Tal como lo dijo Onetti: siempre tratar de escribir la novela perfecta.

Interrumpió mi lectura el fuerte chocar de un puño en mi puerta. Mis ojos no querían despegarse del libro, parecía que tenían una ventosa pegada a él; como si fueran la misma esencia; unidos por un simbólico cordón umbilical; como si hubieran llegado juntos (clásica frase de borracho cuando le quieren quitar el vaso en algún antro ); el resonar de la puerta continuaban y mis oídos se alejaban por un pasillo largo y angosto, que en cada paso iba acercándose más el techo al suelo notando la presencia del mismo solo por un eco interminable.

Alguien seguía tocando la puerta y mis sueños categorizaban las misiones a las que tenía que responder. Dando al visitante el tercer lugar, después de la necesidad de continuar leyendo y una hamburguesa con la carne cruda, sangrante y jugosa; bien roja y mucha, mucha mostaza.

Los toquidos se hicieron más fuertes, y yo, ahora ... comencé a soñar con las cálidas piernas de mi mujer vestida de nube, como si por mis manos desfilaran imaginarios retratos. Pasear mis manos por todas ellas, desde lo mas alto de la ingle hasta lo mas bajo del tobillo, recordando las palabras del maestro Robert Irwin:
“ la rodilla es una zona de transición entre la pantorrilla funcional y el muslo erótico, una rodilla de mujer son rocas que entre chocan y entre las cuales la feble nave del hombre debe aventurarse para hallar las aguas más cálidas que se encuentran más allá “.

La observé toda. Directamente a los ojos, y con esto, toda. Los espejos del alma; la semilla del pecado; el ingreso al deseo de despertar en su lecho cada mañana fría, en que la tristeza te hace de su manto presa. Apartar el cabello de su cara con manos cautelosas que al acercarse vibren de emoción y al rozar tus mejillas se cubran de color.

Contemplar la profundidad de sus ojos, encontrar en su brillar cada flor que en el paraíso se puede cortar, abnegadas fantasías como botellas que flotan en el mar, ilusiones encendidas como aves de fuego heridas, prenden a dos astros que iniciarán su partida. Tenue ocaso que se contempla a la lejanía. Tu mirada que se enciende al iniciar el día.

Tomar tu mano, abrigarla con la mía, levantar tu cuerpo de la nube en que dormías, cobijarte con mis brazos evaporar el frío intenso que sentías y darte los buenos días.

Y así. Unidos en un abrazo enfrentarnos a tu espejo, retarlo a que nos hable de lo que no queremos. Mirarlo directo y sonreír, sentir como se comienza a consumir. Ahora él teme no poderte abatir, y tú, serena frente a él, mojaras su superficie con tu nueva forma de vivir. Seremos quien queramos ser ... pero en cualquier caso seremos, juntos, mucho más de lo que crees.

¡Chingada madre! Alguien seguía tocando la puerta. No me importaba ... pero como me levanté a recibir los aplausos de mi discurso me lancé de inmediato a abrir. Conté los pasos que había entre la cama y la puerta: veintisiete. Demasiados para una visita de la cual yo no era el destinatario, o de la estupidez de alguno de los miembros de la familia que no traía sus llaves. Me asomé por el ojillo (sin albur) y me percate de las greñas largas y la pose de Paul Stanley. Era ni más menos que el Gran Rul, un personaje total y absolutamente de histerieta, el chavo chido de la película charra.

Abrí la pinche puerta y le dije:

- ¿Qué pescado?

Se lanzó con fuerza hacia mi y prácticamente se colgó de mi cuello comenzando a llorar como un niño ( Ese wey siempre será un niño) con un desconsuelo que no me dejaba salir de mi desconcierto inicial.

- La vi con otro, la vi con otro wey, no mames ... no es posible.

Se desfallecía entre mis brazos. Se escurría como agua entre mis dedos, sus piernas no lograban sostenerlo, la fuerza de sus huesos lo habían abandonado, trataba desesperadamente de desencajar sus uñas de mi ropa, mientras me decía con rabia.

- No mames, no voy a poder, no voy a poder.”

- Cálmate wey, le repetía buscando la manera de alcanzar el suelo de la mejor forma posible, por que de haberlo soltado hubiera terminado sintiendo el frío del piso en plena geta , por lo menos tendría un buen pretexto para llorar ... el chigadazo que se iba a poner.

- Siéntate aquí, te voy a traer un vaso con agua ... aguante las carnes.

- No quiero agua, no te vayas, no me dejes.

- Cálmate wey, psss, ni que estuviera tan buena ... ¡no te claves!

Pero él no me escuchaba. Seguía llorando con una pasión desmedida, de pronto se levanto y se fue tras de mi lanzándose desde la tercer cuerda, yo de nuevo me lo quite de encima como pude, y él no dejaba de repetir: No voy a poder ... no voy a poder.

- ¿Dime que paso? ( Solo la palabra cura . J Lacan ) cuéntamelo todo y desde el principio (Otra victima más del gran psicoanalista del futuro, ja) pero era inútil, él no podía coordinar ideas, la cercanía de su agujero comenzaba a abrir el mío, su tristeza me invadía (me recordó el comportamiento de los gases, imagino la casa como un tanque. Sergio Arau).

Un enorme nudo se me comenzó a formarse en mi cuello como si fuera una gruesa corbata de los años setentas.

Comenzó a toser, a perder el color, sin dejar de repetir sus frases derrotistas o derrotadas, sin sentido propio más que para él, tal como dijo el Chin: Nada más real para el “ border” que su alucinación. El sabia exactamente lo que significaban esas frases inconexas:

- Wey noki voy a ósder morado, justo ahí ...nel, nel ... con ella, nel, no pedo.

Tosía y perdía el aire, y con él, el sentido de las cosas, yo comencé a gritar en medio de mi desesperación.

Ya cabrón o te calmas o te doy un madrazo, contrólate, contrólate ya!

Resulto. Los estímulos punitivos son de lo más practico sino, pregúntenle a las ratas de los laboratorios conductistas y a los perros hambrientos (chale). Entonces el Gran Rul, después de tomar aire por más de diez minutos, me comenzó a relatar:

- Yo iba caminando hacia el Samborns a ver si habían salido los nuevos comics, en Insurgentes dí vuelta de lo mas tranquilo y no mames, no voy a poder - De nuevo apareció el llanto y la jaladera de ropa, yo, en un rollo bastante sádico, ya quería que no se controlara para darle un buen par de madrazos como en las películas, para mi desgracia se calmó, se secó las lágrimas y continuo el relato.

- La vi con un pinche ruco como de treinta años con pinta de hippie y todo vestido de morado ( El extraño y lacrimógeno caso del Hombre Morado, que mamada) no supe que hacer y me eché a correr sin saber ni que tranza.

Ella era la famosa Carolina (la del cantonto).

Recuerdo ese día que fuimos a ensayar, no había llegado el Yuyo ni el chaparro, así que yo, en la clásica maña guitarristica, tocaba solito a todo volumen todo tipo de escalas y arpegios que me había enseñado mi maestro el Hanso a toda la velocidad que me permitían mis manos. No había forma de que me callaran a menos de que me hubieran puesto una partitura, como dice le chiste de músicos.

¡Ya cállate pendejo!, me grito el Gran Rul tapándose los oídos - toca algo que se entienda - remató.

Fue entonces que lo mire con la mejor sonrisa actuada que tenía practicada para tomar las fotos del grupo donde lograba esconder mis dientes chuecos y le dije:

- Te voy a tocar una rolita medio mamila, pero bieeeen bonita!

El me miró con incrédulos ojos negando con la cabeza y yo comencé a tocarle una cadencia en Re mayor con sabor acústico con cierto toque de rock rural gringo.

El cambio su expresión por una: un tanto curiosa, como buscando entre desarreglo del baúl de sus recuerdo:¿ Dónde he escuchado esta mamada?, ¿de dónde chingados se fusiló esta rolita ese pinche chango pirata? Pero, sus esfuerzos fueron inútiles como mucho de lo que él representaba, en verdad que esa progresión de acordes los saqué de mis nuevos aferres, que a fuerza de necedad sin limite, logré arrebatarle a mi guitarrita Hofner semi-hueca conectada a un tremendo amplificador Sunn más grande que el ropero de mi abuelita, ahh y un pedal de distorsión Korg negro con morado que nunca volví a ver en las tiendas, pero que sonaba re’ feo, tal vez fue por eso.

- Oye, sigue tocando ... a ver, sigue tocando!

Así, justo como lo había leído en el caso de “ Straiway to haven” del Led Zeppelín; Robert Plant había compuesto la letra de la canción en el mismo momento en que Jimmi Page tocaba su famosa cadencia con sabores Celtas. Robert al igual que el Gran Rul (siempre guardando las proporciones claro está) dejó que su corazón cantara desde la boca de su estomago a la boca de su hocico ... simplemente todo el amor que sentía por esa vieja. Su inspiración me llegó, como en ese momento, la falta estaba a punto de aprisionarme (solo pude salvarme gracias a mi entrenamiento de boina verde) ahí también yo continué tocando acordes que aparecían de la nada, sorprendente porque soy medio wey para ese asunto de la guitarra por más ganas que le ponga. Entonces para mi y mis carencias musicales esto era lo que yo podría llamar una sesión mágica, el nacimiento de un himno desconocido salido de los arquetipos primitivos de una manera inconsciente, de una generación a otra (bueno ... me la mamé, pero estaba chida la rolita, me caé.)

- Chale wey, si de veras estás bien clavado, le decía con una admiración sincera, y también para chingarlo un poco, porque según nosotros éramos unas maquinas sexuales incapaces de nombrar siquiera la palabra: amor (pinche mentira tan grande)

- No, si ya tenía la letra desde cuando, lo que pasa es que por primera vez en tu vida compusiste algo normal y chido ...

- Si wey, échame la culpa a mi de que tú estés bien ensartado .... ¡te haces pendejito!

Justo cuando llegaron el Yuyo y el chaparro, la famosa base rítmica de Excalibur, y digo famosa porque realmente eran ellos los que salvaban al grupo de un ridículo intenso. Ambos tocaban sus instrumentos de una manera genial. El pinche Chaparro era un metrónomo con patas, no dejaba que nos saliéramos de tiempo y todavía se daba el lujo de hacerlo con unos adornos que aunque mi guitarrita guanga no hubiera sonado, él hubiera llevado el ganado a su nuevo destino al otro lado del país sin ningún problema, como un cowboy con botas y sombrero; con su reata y pistola al cincho y un portentoso cuaco que en vez de tener cuatro patas tenia cuatro cuerdas.

Y el Yuyo, tenía un talento especial para golpear todo lo que estuviera a su paso, a excepción de jetas, con una precisión y temple envidiable. Daba todo lo que tenía en el escenario sin pensar si las fuerzas le iban a llegar hasta el final. Disfrutaba tanto de su instrumento que poco le importaba todo lo que sucediera a su lado, además, él era el clásico niño que quería tocar la batería y le pegaba a las ollas de mi mama, así, el Yuyo representaba ese sueño de todos esos niños (ahora jóvenes) que hacen lo mismo en su casa y que nunca logran sentarse frente a un set de tambores.

Se prepararon, el Chapis se colgó su bajo que parecía que le quedaba grande, pero, que bien lo enmarcaba lo que decía Napoleón a nuestro Chaparro: La grandeza se mide, no del piso a la cabeza, sino de la cabeza al sumo. Checó su afinación mientras que Yuyo se montaba en su bataca y hacía algunos ejercicios de calentamiento tan clásicos de él, aún se venían cagando de la risa de la frase del Chaparro:

- Iba a traer a mi vieja ... pero tenía que ver a su wey.

- Llevas un año con la misma pendejada – le dije indignado.

- No, pero ella sigue siendo mi vieja, y sigue teniendo wey.

- ¿Y tu vieja, ya sabe que, es tu vieja?

- Nel – contestaba con una enorme mueca que pretendía ser sonrisa.

- No mames Chaparro.

- ¡Qué!- él, muy cínico todavía se hacía el desentendido.

El Gran Rul les dijo - Tenemos una nueva rola, escuchen ...

Ellos pusieron atención solo un minuto, se miraron entre ellos, y el Yuyo comenzó a contarle al Chaparro, dos compases y le dieron vida a la canción, todos los atributos de la misma fueron enaltecidos con un bajeo suave y espontáneo y unos cambios de ritmo que nunca me pude haber imaginado. En verdad que cuando veo esto me doy cuenta de todas las carencias que tengo como músico , soy el único que estudia solfeo para por lo menos seguirles el paso, pero de repente, como ahora, me regalaban un poco de su carisma, magia y genialidad musical, ellos ... mis hermanos.

- Quedo bien chida, dijo el Rul orgulloso, se la voy a escribir en un papel y se la voy a dar como si fuera un poema.

Yo también gritó el Yuyo desde detrás de sus tambores y platillos que casi lo cubrían por entero, solo se veían sus enormes dientes brillar, su chava también se llama Carolina y que chava: morenita, con cara de bebe amamantándose, de lo mas simpática y cosmopolita. No podíamos disimular la envidia que nos daba cuando al terminar el ensayo pasaba por él en su Lebaron blanco ¡Qué coche! para llevarlo a cenar. La pinche nave hasta habla, nos comentaba burlonamente: “ya no tengo gasolina ... ah como chingas!” recuerdo ese amor desde que íbamos en la secundaria, ellos dos eran como flores en el lodo, se veían finos, fuera del contexto de secundaria de gobierno en que estudiábamos.

La recuerdo cuando vendíamos tacos de canasta en el recreo de la secundaria pidiendo: “ dos de papa” materializando el concepto abstracto de los numerales con sus dedos índice y medio. Quién iba a decir que esa niña de profundos lentes anchos y trenzas que apretaban su cabello, se convertiría después en una magnate de los sistemas de computo en el barrio pobre en que vivíamos.

Ella era la famosa Carolina (la del bataco)

- ¿Por qué no mejor se esperan y la palomeamos en la próxima tocada como una sorpresa?

- ¡Hay en la madre, que sorpresota ... a ver sino les da un infarto!

- ¡Huy culero, pues no hagas ni madres!

Ya cuando vi más calmado al Gran Rul le dije que tenía que hacer un trabajo de equipo con mis compañeros de la universidad y que era a fuerzas, él me suplicaba que no fuera, pero yo me estaba jugando la calificación final con ese trabajo así que se tuvo que chingar.

- Ya wey, ya se que te duele, que te esta cargando la chingada, pero solo tienes de dos sopas: o la olvidas o vas y le partes la madre a ese pinche ruco, obviamente, la segunda de las dos opciones es la más chida, pero, conociendo a las viejas; si tú le partes la madre lo va a querer más por sensible y civilizado y a tí te va a odiar por manchadito y animal, o en el peor de los casos sale chingón aquel pal cerrón y de parte tu mandarina en gajos y entonces va a decir: ¡qué bueno que terminé con él, era un pobre mariconcito que ni siquiera sabe defenderse! total wey, creo que ya valió.

- Pero yo quiero estar con ella.

- Pues si wey, y yo quiero una Gibson Les Paul y no la tengo, pero me aguando, ya qué , bueno ... pues ... ¿llámala por teléfono a ver que te dice?

- El negó con la cabeza y empezó a llorar de nuevo. En ese momento traté de ser más aliviando, ¿qué podía hacer? Por más que lo negara era obvio que estaba hasta las manitas por la vieja, lo único que quedaba era apechugar todos.

- Ya aguanta - le dije triste, por más que disimulara, a mi también estaban a punto de salírseme las de Cepillín - mira vamos con mis compañeros a ver si se te olvida, ¿ya tragaste? ¡Vamos al Paisa!

Así, no encaminamos directo al rumbo de Tacuba y justo donde se cruzan los caminos ( como diría el maestro Sabina) bajo el puente de Legaría habitaba un personaje mítico, el famosísimo Paisa, un enorme taquero michoacano que con ese cuchillote, más bien parecía mohicano ... me cae que de ahí se inspiraron los Polivoces (palabra de Dios ) para esa fuerte, pero, a la vez delicada descripción: Güero cara de taquero, ese meritito era el Paisa.

No solo era mítico sino también polémico (nadie sabía exactamente cuantos cristianos había matado a tacazo limpio) se hacía acompañar de su fiel escudero: Martín, éste Robin de barriada; Kato de lavadero; Chita de la selva de asfalto; Sancho Panza chilango. Más bien se me figuraba al “Cabo”, compañero enamorado del “Santos” de los no menos maestros Jis y Trino. El Martín se dedicaba a servir las tripas más doradas, el chorizo más pintado y los de cabeza (mejor conocidos como los de tomasa) mientras el Paisa, dueño y señor del antro se encargaba de los trompos gordos al pastor, mil y un cebolla, poca carne y mucha grasa, todo uniformemente coloreado de un rojo polvoso de adobado sazón a piña.

Siempre que iba pensaba en una especie de viaje al inframundo, como las andanzas que narra Dante Alligeri en su Divina Comedia, vaya, hasta teníamos a nuestro propio Caronte: El Rocky; el juglar de la barriada todo un personaje, él era nuestro vecino y a veces nuestro tecladista en la banda. Conocer al Rocky fue un aliviane enorme para la banda, vino con su enorme tamaño a enseñarnos un humor de lo más simple e inocente. En ese vecindario pobre, él nunca se dio cuenta de la miseria en que vivíamos y lo difícil que era conseguir cualquier cosa que necesitaras, pero afortunadamente nunca con hambre, por que eso sí; y gracias a Dios para una guitarra usada y chafa o atragantarnos de tacos siempre había.

El Rocky era feliz, por lo menos mucho mas feliz que nosotros. Nos condujo a esa apestosa taquería (con todo respeto a quien me dio de comer durante tantos años) con el mayor de los orgullos, él siempre comía primero y más; como en una especie de: si esta envenenado, yo moriré primero.

Y si todos mis hermanos tenían talento, el pinche Rocky ...chale, podía montar él sólo un show cómico, mágico, musical. Tocaba todos lo instrumentos, era de lo más gracioso y cantaba de una forma que le gustaba hasta a las abuelitas de nuestros fans.

Siempre llegaba el wey con el Paisa (que en aquel momento por analogía lingüística ya era el Faisán) gritando como Tom Keifer del grupo “Cinderella” en el famoso concierto de Moscú del que ya nos sabíamos el video de memoria: Martín, Faisán, Pastor ... imitando su voz aguardientosa.
El Rocky y el Yuyo ... eran almas gemelas: cómico y patiño, Tin Tan y su carnal Marcelo. Ellos fieles al atasque taqueril ya tenían su numerito bien preparado. Comenzaban con algo que ellos llamaban la base, que consistía en cinco tacos al pastor, después cada uno tomaba rumbos diferentes: Yuyo que era más putito se lanzaba sobre los de suadero que según él brillaba. Siempre comiendo sus tacos sin verdura y poca salsa. En cambio, El Rocky atacaba sin piedad a todo lo que se moviera, le caía sin pez alguno a la inhóspita tierra de la tripa, eso sí, bien doradita, con cebollita, sin cilantro y un chinguero de salsa, dos gotas del limón y a comérselos en chinga; ya que, como es sabido por cualquier “grumete” de barrio, hay que caerle de volón porque si no, se le cuaja la grasa y te queda toda la boca como si te hubiera bajado los tacos con aceite de coche, sintiendo como se derrapa de la lengua al paladar.

En caso de estas líneas paralelas si se juntaban, terminaban de nuevo haciendo bailar el trompo del Paisa, con cinco más al pastor para cada uno. Desde que nos veía a lo lejos el Martín que nos acercábamos, murtos vivientes de una hambre de perro, como loco, empezaba a lanzar tortillas al vapor a toda velocidad, sabía que con nuestra presencia, la noche, ya estaba echa.

- ¿qué vas a querer? Le pregunté al Rul, en lo que me servían dos de cachete y uno de lengua (del lengua me como un taco y nada más uno por que son mas caros)

-Nada, gracias.

- ¡Cómo que nada! Que acaso le vas a hacer el desaire al Martín ... no mano, no. Eso en cualquier parte es una ofensa que se resuelve a machetazo limpio, ¿Tú, sabes si te rifas?

- Bueno está bien ¿hace campechanos?

El Martín presto y amable: Si Paisita - con su tono de voz más ranchero que su salsa - suadero con longaniza, ¿Cuántos quiere?

- Uno.

- No sea mamón- dijo encabronado Martín testigo de nuestro glotón desempeño- de un solo taco no vendo, Paisita, no me esté cotorreando.

Yo aguante la risa y salí al rescate del Gran Rul, que en verdad no estaba en condiciones de rifarse en un barrio bravo con tanto amor saliéndosele por los poros. Es que en verdad: ¡un taco! ... era como quitarle un pelo a un gato, y si iba a hacer la catalización de viandas tenía que ser más de tres. Ya sabemos que tal como reza el acuerdo de Tacuba. Promulgado por El Rocky, el mínimo de tacos a comer eran quince por cabeza (o tomasa, según se prefiera).

- Dale tres Martín - grité rápidamente evitando que comenzaran a volar los machetazos, No hay bronca, yo me como los otros dos, y así fue: Más otros dos de cachete, más tres al pastor, más dos de maciza, más cinco de suadero ( del que brillaba ) y uno de ojo. El acuerdo había sido cumplido.
Nos despedimos del Paisa y nos encaminamos al barrio de Tacubaya, donde vivía mi compañera.

- Ya wey, no estés triste ¡al ratón retacha!

- Ella no me quiere, está con otro.

- Pues algo le has de ver hecho Cabrón, las viejas no se van solas.

- No, llega otro wey y se las lleva. Yo no le hice nada, solo quererla, bueno, una vez cuando la estaba molestando con una garrita de plástico de Thunder Cats y terminamos en feroz lucha al estilo Pierrot y Mascara Sagrada me dijo: Tú no quieres una novia, tú lo que quieres, un cuate con quien picar.
La revelación fue instantánea. En esa frase encontré todo lo que sentíamos respecto a la relación de pareja. Todo ese desconocimiento que teníamos por el sexo opuesto y que disfrazábamos de frialdad no existía (y para muestra un botón, todo lo que le estaba pasando a éste cabrón) , esa imperiosa necesidad de poner a las niñas a nuestro nivel para tratar de comprenderlas, atemorizados de saberlas tan diferentes cultural y anatómicamente. El miedo a crecer y con ello a dejar de ser querubines asexuados y tomar responsabilidad de nuestro propio sexo (glup).

Llegamos a las estrechas calles del barrio de Tacubaya. Una zona de lo más pintoresca. No perdía la esperanza de encontrarme a algún miembro del grupo “Maldita vecindad y los hijos del quinto patio” ya que por ahí habitaban. Al dar vuelta por la avenida Jalisco comencé a cantar:
“Gran circo es esta ciudad, aja ... Por las calles de la ciudad, siempre tienes que aguantar ...
toqué la puerta de la casa de mi amiga, en esta ocasión no había campanitas ni gatas rencorosas, salió al encuentro de nosotros con una heroica sonrisa y su tono de voz gravemente sensual y sensualmente grave.

- Qué onda Gabriel, llegaste temprano.

- La neta no lo sé ¿a que horas quedamos?

- ¿Adivina quién vino? Justo cuando se asomaba de la cocina un hermoso rostro que yo conocía bien en mi sueños.

- Hola Gabriel,¿hace cuanto tiempo que no nos veíamos?

- Demasiado, no me acuerdo si fue ayer o hace mil años ... solo te puedo asegurar que fue: demasiado.

- Ah, ya recuerdo, fue el día en la universidad que había una conferencia y nos estuvimos escribiendo en la oscuridad, ¿recuerdas? Escribimos: “Los textos demenciales emergidos de una noche de locura y muerte” ... ¿acuérdate? Trataba de la noche de Louis Althusser hizo de las suyas. Ese mismo día me dijiste que me ibas a grabar una cinta del grupo Marillion y nunca me diste nada, cabrón.

Yo. aún impresionado del la profundidad de su mirada; de lo esbelto de su talle; de su cuerpo que parecía que, desde ese último día en que la había visto, se había transformado apeteciblemente en las zonas en que las manos ansían posarse. Ella se estaba gestando en mi imaginación como si dentro, habitara esperando el momento de emerger convertida en una peligrosa avispa de blancas alas y filoso aguijón.

- Sabes que eres pura Magia. El día que grabé la cinta, me puse a escribir en el cartoncito algo que tuviera relación con lo que escucharías y se obró el milagro. El cartoncito se termino, tomé una hoja de cuaderno, otra, otra y otra más. Escribí un enorme cuento en verso de quince paginas llamado “ Negro Azulado Arlequín” ... y todo te lo debo a ti.

“Cierra los ojos, intenta dormir ... déjame narrarte el cuento del Negro Azulado Arlequín”.

- Nunca podré darte las gracias de tanto y tanto, pusiste la pluma en mi mano.
- ¿Estás listo entonces para dejar la ardiente espada?

No entendí el comentario, pero ella me miraba de una forma en la que parecía ser mi cómplice, y yo, continuara el juego de las mentiras.

- Duérmeme con tus mentiras y jamás me despierte con la verdad.

La miré impregnado de soles calcinantes; fuego eterno de mil leguas producto de dragones formados en fila con San Jorge dibujado en sus playeras. Vivos ojos que suplican por el silencio palpitante de ajenas copulas de incienso en una cama de cuatro patas y dos cuerpos. Que, en el elixir de uno y en el néctar de otro, se regalan pasmados uno nuevo. Estoy seguro que, en su rostro; un ojo estaba enamorado del otro ojo.

- Me gustan tus ojos porque dicen lo que piensas ... y lo que piensas me gusta” parafraseando al maestro José Cruz.

- ¿ Y eso que fue? ¿Verdad o mentira? – contestó ella, casi en guardia.

- “Cuando palabras, imaginación y mentiras se confunden ... me interrumpió.

- su producto es la verdad” – dijo ella decidida- Carlos Fuentes. El naranjo.

- ¿Y seguro también leíste a Onetti? – le dije yo con tono Gaucho.

- Lo siento muñeco, pero esto no es un club literario.

Reímos los dos dando por terminada la farsa actuando el dialogo de la película “ El lado oscuro del corazón” en el cual Oliverio (Girondo o Grandinetti) y Ana se saben totalmente él uno para el otro, solo faltaba saber si también nosotros dos, sabíamos volar.

Detrás de mí escuche un silbido - ah perdón, éste es El Gran Rul, es el cantante del grupo.

Ambas mujeres sonrieron al verlo, se veía tan apacible con tanta tristeza que contenía, que, ellas tan perceptivas se le fueron encima, sabiendo que algo le pasaba. Así que, rematé.

- Y está triste porque lo acaba de dejar su vieja.

Las dos féminas hermosas, entonaron los ojos y adelgazaron su tono de voz para curarle las heridas con comprensión y cariño, él parecía muy apenado, pero en verdad, al sentir a estas dos mujeres tan cerca su rostro dibujo un ligera sonrisa.

Yo no perdía de vista a la amiga de mi amiga (que en este caso también era mi amiga). Ella tenía una belleza especial. Como la clásica actriz francesa que personifica a una mujer que durante el trayecto de la cinta pierde la inocencia de la manera más sublime; su cabello era corto como el de Juliette Binocht en Rojo de Kierlovsky o como Diana Soren la protagonista del libro “ Diana o la cazadora solitaria” del maestro Fuentes. Su mirada era un sueño, una combinación de dudas perpetuas y respuestas inconclusas, su voz. Olas enmarcadas de expectativas cumplidas y experiencias inútiles.

Quería estar cerca, tan cerca de ella para averiguar lo que quería decir su maliciosa sonrisa. Tal vez, una invitación a traspasar el umbral del deseo, de volver a encontrarnos después de varias vidas transcurridas.

- ¿En que otra vida te conocí tan profundamente Rafaela?

Ella palideció al escuchar ese nombre.

- ¿Por qué me llamaste así?

- No lo sé ... es que, lo sentí.

- Con ese nombre me sueño, con ese nombre duermo todas las noches y surco los cielos.

- Lo sé, en ese espacio, en esa vida, en esa nube ... siempre serás mi Rafaela, el ángel rubio de “Tan lejos, tan cerca” de Win Wenders.

Permanecimos en silencio como si el telón de fondo del viejo teatro se hubiera corrido de pronto dejándonos un mensaje.

Me acerque temeroso. Ella no lograba mantener su mirada en la mía, pero regresaba a ella una y otra vez para comprobar que tan decidida estaba ésta de llegar. Parecía que el tiempo no contaba, como sí de pronto todo el panorama se llenara de un azul tenue y limpio, me iba acercando, dude. Decidí que no era prudente probar esa boca llena de vida. Tuve miedo de hacerlo, pero tuve más cuando me di cuenta que no podía parar. Mis labios se dirigían a los suyos por sus propia voluntad, ya no tenía ningún mando en mis movimientos ... de poco en poco, ya no estaba quedando nada de mí, nada.

La besé, y todas mis fuerzas se salieron de mi cuerpo por cada uno de mis poros, para irse con ella. Para refugiarse en ella, para vivir a través de ella. Yo, ahora y como siempre me quedaba más solo ... más solo que nunca. Ella se retiró un poco y lentamente fui abriendo los ojos, el contorno de su rostro era como una frontera que había traspasado, ya nada me separaba de ella ... al contrarío si alguien vestido de rojo hubiera intentado robármela ...

Ella leyó lo que decían mis gestos; sonrió y acercó sus labios a mi odio, yo cerré de nuevo los ojos esperando que todo terminara de una maldita vez y para siempre ... entonces, lo último que me dijo fue:

“Abre tus alas, enciende tu espada ... pon tus botas sobre las sandalias”





EPILOGO:

Dos semanas después de tan gloriosa experiencia, el gran Rul y yo nos encaminábamos directamente al centro de esta región mítica del D.F. llamada Tlatelolco, lugar de sin fin de historias que palpitan a todo lo largo y ancho de cualquier mexicanito (al cielo te guarde Dios) atravesamos las Plaza de las tres culturas, donde sentimos claramente que la muerte ronda, pudimos apreciar como el delgado y descarnado rostro de la parca, asomaba sus afilados dientes prestos a clavarse en nuestra yugular. Este espacio donde convergen los cincuenta y un asesinos de pretextan su devoción por la sangre, al llamarle alimento de los dioses o por unas ideas que solo pueden ser llevadas al suelo, como si fueran una piñata. A golpes.

Nosotros, como tantos más asesinados en esa plancha. No íbamos a mirar atrás, podíamos aceptar; podíamos añorar, aun si habernos ido ya, podíamos temer sin remedio hacia donde íbamos; pero en un momento en que el presente sigue siendo un sangriento juego. No íbamos a mirar atrás.

Ahí estábamos los dos. Prueba inequívoca que la sangre derramada por indígenas y estudiantes no había sido en vano. Una generación de búsqueda, de opciones, de andar de pie y a pie. Por todos lados buscando la manera de revindicar, a nuestro modo, lo antes hecho. Teníamos algo bien claro, por el momento, no nos tocaba pelear. Pero también sabíamos que esto podría cambiar en cualquier momento.

Por lo pronto, estábamos formados en una cola plana y desproporcionada. Donde, los más diferentes tipos de gentes se daban cita para presenciar el blues en cascada de “Real de Catorce”. Guardándonos a prudente distancia de una “ manada de muchachos, más que ángeles coyotes” nos perdíamos con ellos en los últimos asientos, viendo como los primeros eran ocupados por ancianos pensionados que los mismo les daba ver a un grupo de Blues que al ballet folclórico de Nacotitlán de las mazorcas, le pregunté al Gran Rul.

- Oye wey, y ¿qué onda con tu vieja?
- Ah, ya ni me la recuerdes cabrón, creo que ya te reíste demasiando de lo que pasó, siempre es lo mismo, en los cuentos yo lloro y tú besas a las viejas.
- Bueno, no te peines ... yo solo preguntaba.

Me miró inquisidor. Chale; como si yo tuviera la culpa, de pronto, sin razón alguna, comenzó a sonreír, sabía que esto tenía que ser ... que ahora, esa mujer, por gusto o necesidad le daba un regalo un tanto agrio; pero al fin regalo. la oportunidad de conocer mil viejas más y enamorarse y llorar por ellas cuantas veces se le diera su chingada gana. Un regalo, por el camino de conocer bien lo que se lleva adentro.

El teatro Isabela Corona siempre ha sido cuna de grandes espectáculos roqueros. Enclaustrado, vecino fiel de las tres culturas, Tlatelolco y la colonia Guerrero, el “Chabe” recibía en sus entrañas a todo aquel que tuviera veinte pesos y quisiera portarse bien y, de ninguna manera joder esos ya milenarios asientos rojos.

Sobre la penumbra. Apareció el “Real” y si bien no se hizo la luz. Si el sonido. Unas cuantas palabras bien rimadas dieron paso a unos cuantos acordes bien compasados. Estrenaban bajista, un tipo duro y moreno con brillante bajo Yamaha, que lo hacia retozar de las formas más deliciosas. Rafael, mucho tenía que ver con Fernando y los dos “Josés”. De tosca expresión, moreno nahutlaca, alto, corpulento y con cara de borracho redimido. La banda comenzó a encarrilarse y al sonar el silbato y cargar las calderas de carbón arrancó a un viaje sin retorno con todos nosotros dentro.

Las canciones iban pasando, una a una me traspasaban la piel en marcas estigmatizadas que llenaron de yagas todo mi cuerpo, Me dolían las manos a cada compás al saberme desprovisto de mi Stratocaster y ver como la de José se resquebrajaba a todo lo alto y ancho del escenario. Cada jalón de cuerdas que él hacia, yo, sentía que me jalaban los tendones, los cabellos y los nervios. Deseaba con toda mi alma seguir el ritmo con las piernas, pero todos mis esfuerzos eran vanos, a la menor provocación me perdía en mi arritmia hereditaria. Corría tras ellos sin posibilidad alguna de alcanzarlos, parecía que Fernando sabía de mis negras intenciones de encontrarlo en ese complejo laberinto de tiempos y compases y siempre, se comía uno dejaba transcurrir dos en silencio y, con eso bastaba para que estuviera fuera de combate.

En un respiro, entre canción y canción. José toma el micrófono. Con una sombra que aparecía junto a él se cubrió el rostro con si un antifaz cubriera la pena y dolor que estaba a punto de mostrar, y sin hacerles caso alguno a toda la bola de animales que le gritaban tontería y media para que él los albureara, dijo muy quedo:

“ Anoche, llegó un amigo. Toco a mi puerta, una y otra vez. Al abrir me abrazó con fuerza y cincuenta y un lágrimas rodaron salidas de sus ojos. Esta canción es para chavitas que dejan a sus chavitos. Esto se llama: Perdido en la multitud.

El Gran Rul y yo, nos miramos con una sorpresa que brincaba por nuestras retinas como un “hombre al agua” ¿qué había pasado? Tal vez: ¿ un instante donde todas las líneas paralelas se juntan? ¿ un millar de chavitas que dejan a sus chavitos? ¿ una lucida carrera contra el ritmo y, que, al atraparlo y aprehenderlo con tu cuerpo, te obligan a bailar, por y con esa carga de cincuenta y un millones de años transformados en arquetipos primitivos? Que, solo por ese día, al afilar mi espada y cambiar mis botas por sandalias, bajando a lentos pasos por las escaleras del metro, la vi, ella iba subiendo, a medio camino entre el cielo y el infierno, nos encontramos de nuevo. Tlatelolco era su morada. La vi, como la colegiala: con sus libros bajo el brazo y sus alas tatuadas a la espalda. Su aureola haciendo las veces de diadema, despejaba su frente del brillar de su cabello castaño. Me miró con sus ojos color indescriptible y su rostro sereno pinto un sonrisa, para mi. La mil y una vez repetida historia de la conquista. Comenzaba de nuevo.

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